A mi abuela le encantaba pasear por el parque en otoño, cuando las hojas formaban una alfombra dorada bajo sus pies. Cuando los pájaros entonaban sus últimos trinos y las aves migratorias surcaban el cielo en busca de lugares más cálidos. Cuando el viento se llevaba las alegrías del verano y traía las lluvias que precedían al invierno. Cuando el olor a tierra mojada impregnaba el ambiente. Cuando la gama de grises y blancos sustituían a los marronesy amarillos. Pero no le gustaba hacerlo sola, sino de la mano de mi abuelo. ¡Cuantas veces los he visto pasear conversando alegremente, dar de comer a los patos del estanque o sentarse en uno de los bancos a descansar!
Hacía semanas que sabíamos que mi abuela un día, sin previo aviso dejaría de disfrutar de todo aquello. El alcehimer se estaba encargando lentamente, con perseverancia, de sellar sus sentidos. Lo único bueno que tiene esa enfermedad es que el cambio es progresivo, y aunque el proceso se
hace interminable, estamos más preparados al final del camino.
Les habíamos puesto nombre a todos los patos del estanque. Sabíamos cuál era el más comilón y al que le teníamos que guardar un poco de pan, porque sino los demás le quitaban su ración. Poco a poco fue olvidando todas esas pequeñas historias y se limitaba a contemplarnos mientras los alimentábamos.
De vez en cuando nos sonreía, como si un recuerdo solitario hubiera vuelto a su memoria.
Caminaba del brazo de mi abuelo con la mirada fija en el infinito, sin contemplar el paisaje en su estación preferida.
Mi abuelo le hablaba con cariño describiendo nuestro alrededor, los colores, los olores, los sonidos, las formas, pero no conseguía arrancarle ninguna sílaba. Tan sólo silencio. Sus ojos ya no se llenaban de ilusión cuando mi abuelo encontraba un nuevo tipo de setas. Miraba donde le señalábamos, pero sus ojos no veían el motivo de nuestra alegría.
Progresivamente fue perdiendo la capacidad de andar y cada vez eran más frecuentes los ratos
de descanso en los bancos. Al final terminó dando los paseos en una silla, que mi abuelo empujaba con dificultad, pero que nunca me dejó llevar. Las hojas se quejaban con pequeños crujidos cuando las ruedas las marcaban con dos profundos surcos.
Siempre he admirado a mi abuelo. A menudo le preguntaba si no la echaba de menos y él me reprendía enfadado por hablar de mi abuela como si se hubiera ido. Creo que él tenía la capacidad de reconocer en ella a la persona alegre con la que se había casado y compartido
toda su vida. La enfermedad tan sólo era un fino velo, que no ocultaba su rostro, sólo lo hacía un poco menos visible.
Mi abuelo estaba seguro de que aunque mi abuela no lo recordara lo seguía queriendo con toda su alma y eso era lo que le daba fuerzas para seguir adelante.
Beatriz
Fernández Moya